Con mi amiga Laura nos sumamos entusiasmadas a la invitación que hizo Oscar, de Nido de Cóndores, para pasar la noche en la sierra la Blanca. Entramos por cascada y anduvimos un par de horas para llegar. La pradera de su cima parecía de oro por el atardecer y los dos montículos de piedra del sudeste eran sus custodios. Allí pusimos las carpas. Nosotras habíamos llevado una pequeña, para dos. Revisamos con meticulosidad el piso antes de armarla. No queríamos desvelarnos a mitad de la noche por una piedra clavada en la espalda, como si ya presintiéramos que algo nos despertaría.
Nos reunimos en rondas para cenar y charlar, éramos muchos y la cercanía nos protegía del frío.
Cuando las voces se fueron apagando, se prendieron las estrellas. Me sentía a bordo de un barco flotando en el cielo. Cada uno se sumergió en sus propias sensaciones… no había paredes que nos protegieran, no había conexión con nada de abajo (porque aún no existían los celulares). En ese momento sentí la inmensidad que me rodeaba y mi pequeñez.
Con mi amiga nos acostamos convocando al sueño en un trago de licor de marcela. Yo busqué los pensamientos que me daban seguridad: “No había viento. No había árboles cerca para caerse en caso que lo hubiera, ni postes, ni cables. El fuego había sido bien apagado, hasta había tocado con mi mano las cenizas”. Nos dormimos.
Me desperté en medio de la noche con la sensación de una presencia y creí sentir la lona de la carpa curvada hacia adentro. El terror se me anudó en la garganta y me estaqueó al piso. Laura también abrió los ojos y fueron más blancos en la penumbra. Del otro lado había alguien, hasta podíamos sentir una vibración cálida. Nos hicimos gestos de silencio y quedamos oliendo el peligro sin poder reconocerlo. Así, cruzamos la eternidad de nuestros miedos hasta que una luz rosada comenzó a pintar la tela de la carpa.
Decidimos salir, el sol nos dio coraje. ¿Quién estaría allí afuera? ¿Qué seres habitaban la cima de la Blanca?
Nos asomamos. El pasto brillaba en diamantes de rocío. Nos paramos y los vimos.
¡Eran caballos! Acomodados entre las carpas, buscaron aumentar el calor junto a los cuerpos humanos que estaban atrás de esas lonas. Al vernos estiraron sus cuellos, se desperezaron y aún permanecieron un rato más acostados antes de comenzar su día.
Ya tranquilas preparamos el mate y charlarnos. Hablamos del poder del pensamiento y la imaginación sobre el cuerpo, sobre la propia realidad. Hablamos de los fantasmas que cada uno crea. Hablamos y nos dimos cuenta que eso, ¡era la vida!
Cuando contamos la noche que pasamos, uno del grupo dijo como si todos lo supieran:
-Claro, si esta pradera vendría a ser como el dormitorio de esos caballos, sólo que anoche nos permitieron compartirlo.