En un tiempo, solía salir con un grupo de amigos a reconocer lugares de la sierra. Eran caminatas de muchos kilómetros, que nos llevaban todo el día.
Un domingo de invierno, aún con la helada sobre el pasto, fuimos a cascada escondida. Entre subidas, patinadas, fotos y mateadas recién llegamos al mediodía. Entramos al bosque de aromos pisando un colchón de chauchas secas y fuimos guiados por el canto secreto de esa cascada sin cielo. Nos sentamos a su lado. Muy cerca había dos gigantes de piedra que nos vigilaban. Entre charlas y risas uno del grupo se acercó demasiado a la cascada y se patinó. Terminó con campera y gorro flotando en el agua helada.
¡Ahora tenía que hacer algo para secarse! Prendimos un fuego en el reparo de una roca que parecía que se reía mostrando su boca desdentada. El mojado se paró cerca de las llamas y estuvo girando como un trompo un buen rato para orearse.
Nos quedaba aún el regreso, el camino de cuarzos, punta Aguirre, la rampa de parapentes, el cansancio y la noche.
Pero la oscuridad nos llegó antes, montada en una tormenta. Llegó con los truenos reverberando en la cantera, con las cavas iluminadas por los rayos, llegó con las sombras inexplicables que movieron nuestros miedos hasta hacernos apretar los dientes. Porque… solo uno de nosotros podía justificar que temblaba por el frío.